Obra Abenarabi
Aunque los estudios orientalistas españoles lo han relacionado con la escuela de Ibn al–Arif (Abenalarif), y lo consideraron inicialmente más un filosofo que un sufí, los maestros sufíes de muchas órdenes en el sufismo desde hace siglos lo han considerado como un gran maestro conocedor por ‘experiencia (espiritual) directa’, al que incluso han dado el calificativo de Sheij al Akbar, o el más grande de los maestros.
En la literatura académica occidental contemporánea, en esa línea, los estudios de su obra llevados a cabo por autores como Michel Chodkiewicz, William Chittick, Denis Gril y en España por Pablo Beneito, muestran claramente que su contacto con las escuelas aristotélicas de Alfarabi y Averroes o la filosofía neoplatónica de la escuela de Ibn Hazm fue muy superficial.
Su obra es, ante todo, de carácter gnóstico–religiosa; sus críticas al entendimiento meramente externo y árido de la religión e incluso a la filosofía misma son abundantes en su obra. Pero es evidente que no es un simple «místico»: el contenido metafísico de su obra abarca desde la interpretación gnóstico–sapiencial de la sharia (Ley Islámica) –siempre con una cierta visión zahirí como la de Ibn Hazm, pero a la que supera ampliamente– hasta una cosmología basada en la revelación divina y de su Unicidad (que fue bautizada por sus sucesores como la Unicidad de la Existencia o Wahdat al–wuyud).
La doctrina de Ibn Arabi abunda en el carácter absoluto de Dios como unidad suprema. Esta niega cualquier tipo de analogía entre Dios y lo creado –por lo tanto escapando del panteísmo que le han adscrito algunos– pero también desarrollando una compleja relación de lo creado con el Creador, del que es una expresión de sus diferentes Nombres y Atributos (Allahu al–asma al–husna), que inició Sahl al–Tustari. Esta radical separación de Dios y su creación impide su conocimiento racional de Dios como Esencia, pero no impide su conocimiento a través del develamiento, o sea, de la certificación o Realización de la Realidad (Haqq) de las cosas, que no es otro que Dios. Con él el sufismo alcanza el desarrollo más refinado de la expresión de la elaboración teórica del sufismo.
Al igual que los neoplatónicos aplica una escala jerárquica de géneros y especies entre la no existencia al ser creador, que se relaciona a su vez con su idea del amor también compuesto de una serie de grados que van desde la simpatía o inclinación hasta el puro amor.
Su obra más importante es el Futuhat al–Makiyya, traducido habitualmente como Las Iluminaciones de la Meca o Las Revelaciones de la Meca, que es un compendio de metafísica islámica, aunque abarca la mayoría de las ciencias tradicionales islámicas en sus más de tres mil páginas.
Otras obras destacadas:
– Libro del Tesoro de los amantes, Kitab Daja’ir al–a’laq
– Libro de la Política Divina, Kitab al–tadbiral al–Ilahiyya
– Libro del descenso de los astros, Kitab mawaqi’ al–nuyum
– Libro del Viaje místico, Kitab tuhfat al–safara
– Epístola del precepto obligatorio, Risalat al Amr al–muhkam
– Epístola de las luces, Risalat al–anwar
– El gran Diwan Al–Diwan al–akbar
– El intérprete de los deseos, Taryuman al–ashwaq
– La contemplación de los Misterios
– El Árbol del Universo (atribución discutida)
– La maravillosa vida de Du–l–Nun el Egipcio
– El núcleo del núcleo (atribución falsa)
– El secreto de los nombres de Dios
– El tratado de la unidad (atribución falsa)
– La Alquimia de la Felicidad Perfecta
– Viaje al Señor del Poder
– Tratado de la Unidad
– Los engarces de la sabiduría
– Las iluminaciones de La Meca
Poemas
La poesía es una dimensión esencial de la obra de Ibn ‘Arabi. Además de los versos que con frecuencia ilustran puntos doctrinales en sus obras, Ibn ‘Arabî escribió dos colecciones de poemas, una, el Tarjuman y otra, obra ya de su vejez, probablemente escrita hacia el año 1232, que es conocida con el título general de Diwan (Colección de poemas). A esta colección de poemas debe Ibn ‘Arabî la fama de poeta místico de que todavía goza en el mundo árabe musulmán.
Ibn ‘Arabî es en muchos aspectos un poeta extraordinario cuyos magníficos dones espirituales se dejan fácilmente percibir en una gran calidad poética. Él es, además, original en el uso que hace de los elementos tradicionales que la poesía árabe le ofrece y en la vida interna que a ellos da.
Ibn ‘Arabî es el poeta del espíritu. Para él no es el lenguaje poético, ni siquiera la belleza, el objetivo final al que tiende en su poesía, sino el espíritu que hay que revelar. Si en sus tratados dogmáticos presenta la doctrina del mundo y sus relaciones con Allâh, en su poesía expresa lo mismo ya no como verdad sino como experiencia, de aquí el sentido de trascendencia e intimidad tan notable en ella.
Para Ibn ‘Arabî la poesía árabe tradicional, su belleza y la riqueza de sus recursos lingüísticos y literarios son medios de expresión, exactamente corno las palabras lo son para la totalidad de los mortales. Y de la misma manera que la originalidad del orador trasciende el uso que hace de las palabras comunes a todos, así también Ibn ‘Arabî busca la verdadera originalidad de la poesía no en la novedad de las palabras que usa, sino en la manera como esas mismas palabras son usadas para revelar el mensaje espiritual que ellas encierran.
A pesar de que Ibn ‘Arabî sólo acude al tesoro tradicional de la lírica profana árabe, su mensaje poético no se reduce a la expresión de un estado amoroso y de los gozos y penas que el amor causa. Es más bien la presentación en circunstancia humana de un amor infinito y los gozos y penas de este amor sentidos en lo más íntimo del ser humano, en la zona donde lo sensual se desvanece ya en el crepúsculo de un sentimiento espiritual.
El amor de Ibn ‘Arabî, tal como está expresado en su Tarjuman, puede así ser llamado amor místico y espiritual. Pero las formas que adopta y la expresión que recibe no son simplemente simbólicas ni alegóricas, a pesar de la interpretación que el mismo Ibn ‘Arabî dio más tarde a estas composiciones. En realidad, antes de aceptar esta interpretación de simple sustitución alegóricosimbólica del sentido de un amor sensual por uno más elevado y divino, debemos intentar comprender el sentir divino y humano del poeta místico. Para ello debiéramos quizá adoptar una actitud, no de simples espectadores, sino más bien de neófitos que buscan en la poesía del místico murciano los valores aplicables a la propia circunstancia espiritual.
Tanto desde el punto de vista de su lírica mística como de su doctrina metafísica, el gran problema de Ibn ‘Arabî es el del ser y de la existencia de Allâh. Si Allâh es, nada puede ser ni de la misma manera que él es ni de manera independiente de su ser. Ser es el atributo supremo y trascendental de Allâh. Ser es en realidad la esencia divina, el presupuesto de su vida y su acto. Esta es al idea más fundamental en la teología de Ibn ‘Arabî, cuya realidad nada puede trastornar. El ser, pues, es único. Todas las cosas creadas, el mundo o el cosmos, que en nuestro vocabulario humano decirnos que son, subsisten eternamente como ideas de Allâh; y como el conocimiento en Allâh es idéntico a su ser, la creación sólo significa el conocimiento que Allâh tiene de las cosas bajo el aspecto de su actualidad. El universo de la creación es así la suma de relaciones de la esencia divina, como sujeto, consigo misma como objeto.
La doctrina de Ibn ‘Arabî sobre el ser está resumida con todo énfasis en los versos siguientes:
Nada existe sino Allâh. Nada hay fuera de él.
Nada existe sino su esencia y voluntad.
Pues cuanto hay en existencia es Allâh
y cuanto en apariencia, criatura.
(Fûtuhât III, pp. 304, 306)
En el plano ontológico la llamada creación del cosmos, de todo el mundo, espiritual y material, consiste en la proyección esencial del ser divino al desarrollo de las formas que ese ser divino adopta. El mundo todo es, no parte, sino participación de la única esencia que existe, la esencia divina. La arquitectura divina del ser se constituye así en dos vertientes, o más bien dos puntos de vista de un solo plano: uno el de la realidad de las cosas como participación del ser divino; el otro la consideración de su existencia real como manifestación de ese ser divino. Ésta es precisamente la base esencial y punto de partida del misticismo de Ibn ‘Arabî y la que, según veremos, establece el tono lírico de su poesía. En él desaparece la famosa división de los mundos en espiritual y material, microcosmo y macrocosmo, base del simbolismo tradicional, para dar lugar a la división del ser y sus manifestaciones en exterior e interior, en la que todo ser, incluso el divino, debe ser considerado.
Ahora bien, el ser humano es el único que en su capacidad de abstracción y espiritualización puede percibir esta realidad. Una manifestación directa de la naturaleza de Allâh y sus relaciones con el mundo se encuentra en las revelaciones religiosas, siempre incompletas a causa de la imperfección humana. Una manifestación completa y perfecta de Allâh sólo es aquella comunicada por la divinidad misma al alma mística, por esta razón, Allâh para los místicos es siempre el mismo y carece de las peculiaridades que diferencian las diversas religiones. Así explica Ibn ‘Arabî la existencia de las diferentes religiones y justifica la profunda indiferencia de los místicos por las formas religiosas, que él mismo tan claramente demuestra en su poesía:
Mi corazón acoge cualquier forma:
prado de las gacelas, refugio para el monje,
templo para ídolos, Kaaba del peregrino.
Es tablas de la Tora y libro del Corán.
Sigo la religión del amor solamente
a donde sus camellos se encaminan.
Mi sola fe es amor y mi creencia.
(de la oda XI)
El “Tarjuman”
Uno de los problemas elementales en la lectura de la colección de poemas en que consiste el Tarjuman es el básico del enfoque que se le dé.
Si, como hemos visto, la teología del ser divino es tal que nos impide aceptar diversos tipos de realidad, si la teología del amor tampoco admite otro amor que el divino, si toda belleza no es otra cosa que una reflexión de la belleza divina, y si, sobre todo, la esencia mística radica en la percepción experimental de esta realidad, la aceptación de estos presupuestos como primeros principios operativos de su poesía será la única actitud que nos podrá comunicar el mensaje poético de Ibn ‘Arabî.
Desde este punto de vista el amor de Ibn ‘Arabî abraza así todas las cosas por estar dirigido hacia la única belleza real de la divinidad. Cuando Ibn ‘Arabî da a su amor por Nizam el tono de una melodía lírica, el fin de su lirismo es siempre Allâh, pero al mismo tiempo es Nizam porque en ella el místico ha encontrado la más perfecta manifestación de la belleza divina en la creación.
El lirismo de Ibn ‘Arabî, como su amor, trasciende así todo nivel metafórico y alegórico puesto que es uno directa, profunda, y, podríamos añadir, sinceramente sentido por las imágenes que expresa. Su poesía no es un contra facturn, poesía sensual forzada a un sentido divino y espiritual, porque en definitiva la belleza de Nizam es divina. Ella es el objeto del amor de Ibn ‘Arabî, y a ella ama con todo el poder de su alma mística. En este sentido, su poesía es mística por estar dirigida en última instancia a la divinidad; pero es también poesía profana, porque mantiene siempre la belleza de la virgen de La Meca y el amor por ella sentido como objeto real de sus composiciones aunque tenga en sí la significación superior de la divinidad. Ambos niveles no son incompatibles, como, por ejemplo, en la mística cristiana ortodoxa, sino que, como ya hemos visto, se completan mutuamente.
De esta manera el lenguaje amoroso que Ibn ‘Arabî usa en su Tarjuman consigue un doble objetivo lírico: por una parte eleva los sentimientos humanos hasta Allâh, dando así a todo amor una dimensión mística y divina, y, al mismo tiempo, aproxima el amor divino a lo humano en tal manera que su lirismo se convierte de hecho en un contra factum de poesía mística a lo divino que tiende a aliviar la pobreza de profundidad de la lírica humana. Ibn ‘Arabî ama a Allâh apasionadamente, y, a la par, ama a Nizam en términos de una adoración que sólo a Allâh es debida.
Amplia prueba de este amor sentido en términos de pasión humana nos da Ibn ‘Arabî en todas sus composiciones, donde los valores de la belleza se traducen tan frecuentemente en imágenes sensuales. A ellas añade él, todavía aplicados a su propio estado, los nombres de los amantes más famosos de la literatura árabe, Bishr, Qays y Ghaylân, de los cuales, según dice, toma ejemplo.
Más sutiles y elevados al tono de un vocabulario de una metafísica mística son los versos que nos presentan la figura de Nizam con una sublimidad divina:
En ti ha alcanzado la belleza su última dimensión,
no cabe otra como tú en la extensión de la potencia.
(de la oda XL)
El grado superior en el amor místico, tal como lo concibe Ibn ‘Arabî, la identificación de amante y amado se resuelve en la paradoja sutil de la veneración mutua expresada en los términos musulmanes de giro ritual al Santuario:
Una luna que se mostró durante el periplo sagrado,
aunque yo sólo iba a su alrededor mientras ella me rodeaba.
(de la oda XXIX)
La poesía de Ibn ‘Arabî en el Tarjuman, como tan frecuentemente la poesía árabe en general, no tiende a la expresión abstracta de problemas o sentimientos. La expresión poética árabe es la forma soberana de pensar y escribir, es decir, de comunicar. De aquí que, con la mayor frecuencia, tienda directamente a reflejar un momento histórico del poeta, un momento concreto y definido de su existencia.
El momento definido y concreto alrededor del cual giran las melodías de sus composiciones es también ambivalente: la búsqueda anhelante de Allâh y su encarnación en persecución del ser amado en la circunstancia del desierto árabe. El sentimiento lírico de Ibn ‘Arabî se basa, así, en consonancia con su doctrina teológica, en una búsqueda de Allâh expresada en términos humanos. Es la búsqueda de un amor que se aleja y escapa, no tanto debido a que el ser amado evite y rechace al amante, como a la incapacidad del hombre en esta vida de llevar a una consumación acabada la unión amorosa con el Creador, la realidad absoluta. la poesía de Ibn ‘Arabî es así una poesía de soledad, pero no es una soledad estática, evocadora de la circunstancia presente y el bien pasado, sino dinámica y viajera. Es una jornada sin otra meta que la conciencia del poeta místico de sólo haber alcanzado a su término el punto inicial de otra jornada, y de sólo haber recorrido espacio y tiempo para llegar con humano retraso a la cita en el camino de su soledad. Este sentimiento que invade toda su poesía se hace más claro en las líneas siguientes:
¡Camellero!, no tengas prisa en llevarla y espera,
ya estoy lastimado de seguir sus huellas.
Detén las monturas, sujeta sus riendas.
¡Por Allâh, por mi pasión y mi dolor!
¡Camellero!
Mi alma está dispuesta, pero mis pies no me llevan.
¡Quién me ofreciera piedad y ayuda!
(de la oda XVII)
Soledad doblemente trágica al encarnarse en el sentimiento de que la presencia de Allâh y la unión con él en este mundo, si bien universal en tiempo, y espacio, nunca puede satisfacer los deseos del alma mística en sus jornadas. Este pensamiento inspira a Ibn ‘Arabî una de sus más bellas composiciones:
En la ausencia nostalgia me consume,
hallarte no me sacia.
Nostalgia son presencia y lejanía.
Su encuentro es un dolor inesperado,
es pasión el remedio todavía.
Porque contemplo una visión que aumenta
la unión mayor, fulgor y majestad en su belleza.
No hay quien escape a una pasión que crece
vecina a la hermosura en mística armonía.
(de la oda LV)
En el plano exterior el recurso poético más constantemente usado por Ibn ‘Arabî se basa en la geografía beduina del desierto tal como con frecuencia la encontramos en los comienzos de las casidas árabes tradicionales. El erudito de Bagdad Ibn Qutaiba nos lo describe en el siglo IX en los siguientes términos:
Yo he oído a un hombre de letras decir que el autor de una casida siempre comienza mencionando campamentos, rastros y ruinas. Y así llora y se lamenta, apostrofa el lugar del campamento y suplica a su compañero que se detenga para tomar esto como excusa y recordar sus habitantes ya ausentes. Porque los que viven en tiendas llevan una existencia entre acampar y partir; al contrario de las gentes sedentarias, aquellos se desplazan de unos lugares a otros donde encuentran agua, buscan nuevos pastos y siguen la ruta donde ha caído la lluvia. Y a esto añade el nasib donde se lamenta de la violencia de su pasión, las penas de la separación, el exceso de su ternura y nostalgia para ganar la simpatía, atraer las miradas y conseguir la atención de los oyentes… Cuando el poeta está seguro de la inclinación y atención continua, afirmando sus derechos, monta en su poema y se queja de sus fatigas y vigilias, jornadas en la noche, ardores del día y debilidad de su cabalgadura.
Así también la mise en scéne de Ibn ‘Arabî comienza frecuentemente con alusiones a ruinas y restos de aduares en el desierto, como introducción a un sentimiento de angustiosa soledad:
Su campamento yace ya en ruinas.
Mi amor es siempre nuevo
dentro del corazón y no envejece.
Ruina y llanto el recordarlas siempre
derrite el alma. Lleno de amor
grité detrás de sus cabalgaduras:
¡La tan rica en belleza!
Aquí yo quedo tan pobre, con el rostro dado al polvo,
de tierno amor.
(de la oda VIII)
Es notable en esta presentación, como en tantas otras semejantes, que el poeta no describe directamente un paisaje donde algo ocurre, sino más bien una vivencia que él sitúa en un paisaje. Haciendo esto, es muy fácil añadir la sensación de ser simple espectador de sí mismo y de un paisaje en el que nunca se acaba de entrar.
Los mismos términos geográficos que Ibn ‘Arabî usa con tanta frecuencia: Hájir, Miná, La’la’, Zamzam, valle de Aqíq, etc., sólo tienden a producir en el oyente una asociación entre las jornadas místicas y las peregrinaciones a lugares venerados del Islam y fácilmente suscitan recuerdos unidos a las primeras leyendas y tradiciones de éste, aunque el sentido místico que Ibn ‘Arabî les da se basa primordialmente en una asociación del nombre con una etimología más o menos aproximada y más retórica que real, de la que hablaremos más adelante:
Los deseos cumplidos en Miná…
(munan biMinan)
En Lala me enamoré…
(tawalla’tu fi La’la’in)
Disparó contra Rama, retozó en Saba…
(ramat Ramata wasabat bisSaba)
(de la oda LIX)
Otras veces, en cambio, estos términos son introducidos con el intento de crear una asociación determinada y concreta, tal como la oposición entre las tierras altas del Najd y las ribereñas del Tihama, donde Ibn ‘Arabî busca el sentido místico de altura como opuesto a lo profundo:
El amoroso anhelo me sublima (ánjada),
la paciencia me lleva a lo profundo (áthama).
Así estoy entre el monte (Najd) y la ribera (Tihama),
tan divergentes que jamás se encuentran.
En mi ruptura no cabe la armonía (Nizam).
(de la oda V)
De, mayor interés por la serie de asociaciones que crean son las frecuentes alusiones que Ibn ‘Arabî hace a la institución del himá, preislámica, pero adaptada más tarde por el Profeta.
La institución del himá, reserva o vedado, nace primordialmente de una necesidad climatológica que fuerza al beduino a reservar algunos de sus pastos para el viso exclusivo de su tribu en caso de que una sequía excepcionalmente dura o prolongada hiciera desaparecer o mermar los pastos usados normalmente. Para ello se escogían los lugares más fértiles y mejor adaptados por la naturaleza del terreno o humedad del subsuelo a producir mayor vegetación. Ya en tiempos preislámicos se habían establecido vedados que comprendían muchos de los santuarios del desierto donde se adoraban fetiches y que eran generalmente respetados por todas. las tribus beduinas. El Islam aceptó el concepto de himá añadiéndole el nuevo sentido de haram, o prohibición religiosa, que convertía toda transgresión de simple ofensa legal en ataque a la religión.
En todos estos vedados se prohibía la caza e incluso la destrucción de la vegetación, que en los haram se consideraban, además, como sacrilegio. La protección de los lugares, árboles y animales más frecuentemente citados en conexión de estos vedados es la de las gacelas y las famosas palomas del vedado sagrado de la Kaaba; entre los árboles protegidos en el vedado de Medina figuran, entre otros, el ath1, el arak y el dal, que representan la flora del desierto .que Ibn ‘Arabî cita con mayor frecuencia.
Ahora bien, la flora, como la geografía en Ibn ‘Arabî, nunca es esencial, y a veces pierde sus contornos nunca definidos para manifestarse, como esencialmente es, un eco exterior de una soledad mística interior:
Miró el rayo oriental y amó el oriente,
de fulgurar en occidente, el occidente hubiera amado,
pues mis ansias de amor son por el rayo y sus fulgores;
no deciden mi amor ni los lugares ni la tierra.
(de la oda XIV)
Otro aspecto digno de mención en la poética de Ibn ‘Arabî lo representan aquellas composiciones que manifiestan claramente los dos niveles en que sus jornadas se deslizan. En su nivel externo siguen la línea inspiracional beduina, a que nos hemos venido refiriendo, para buscar su continuación en un nivel espiritual, abstracto y frecuentemente paradójico:
¿Dónde están las que yo amo?
¡Por Allâh, decidme dónde están!
Ya que vi su forma externa,
¿me harás tú ver la esencial?
Tanto tiempo ha que las busco
y tanto he pedido la unión,
que ya no temo su partida
ni estoy seguro en su presencia.
(de la oda XLV)
Así también la jornada exterior, causa de la soledad espiritual, se resuelve en una jornada esencial donde la separación entre el amante y el amado no se mide con distancia de materia:
Partieron mi paciencia y mi resignación cuando ella se fue;
partió y quedó asentada en lo íntimo de mi corazón.
(de la oda VI)
La proyección mística de Ibn ‘Arabî hacia lo infinito a través del sentido interno de la creación divina hace que sus jornadas tengan normalmente el sentido de soledad que ya hemos visto. Sólo en rara ocasión el conflicto interior se resuelve en tonos más suaves de una paz que es sosiego y es cansancio, mostrando la reconciliación mística entre el deseo y la experiencia:
¡Qué dolor en mi corazón!
¡Qué gozo en mi alma!
¡Qué dolor!
¡Qué gozo!
(de la oda XXV)
Alusión sutil a la suprema catarsis del amor místico a que más claramente se refiere con la cita de unos versos atribuidos a otro místico hispanoárabe, Ibn alArif (m. 1141), y de eco tan familiar en la mística cristiana:
¡Nunca oísteis hablar de un amor tan íntegro y noble,
que aunque enfermo se siente gozoso en su pena
y apenado en el goce!